Mi casa, mis sueños, el dolor de crecer

Una psicóloga me dijo una vez que el dolor de crecer viene de la elección, porque una elección siempre es una pérdida. En ese entonces yo estaba en proceso de decidir dónde quería vivir, si dejar un país para ir a otro, o si sacrificar el segundo para siempre a cambio de una ilusión de tranquilidad. La elección se puede sentir como abrir un camino, como construir. Pero en realidad es mucho más a lo que se renuncia que lo que se gana, y ese es el dolor de crecer. 


Copia de un dibujo de la revista Opio (2009)

Elegir convertirnos en cualquier cosa implica renunciar a los sueños de convertirse en cualquier otra. Pero además, mientras más jóvenes somos, menos limitaciones tenemos para imaginar. Porque nuestra imaginación no se ve limitada por lo realizable, los sueños tienen autonomía y la imaginación basta para ser felices. Es conforme vamos creciendo, conforme vamos intentando y fracasando, conforme pedimos algo y nos es negado, que las ilusiones dejan de saber dulces. Que la ilusión y la alucinación dejan de ser virtudes y pasan a ser distracciones o campos minados donde podemos hacer explotar al dolor con cualquier paso en falso.


Reconozco mi empobrecimiento de sueños. Todos experimentamos un empobrecimiento de sueños radical a lo largo de la adolescencia. Algunos tienen la suerte de mantenerse aferrados a uno o dos, que les permiten reflotar la crisis de los 20. Yo diría que justamente a esa edad solté todas las idealizaciones y expectativas sobre mi propia vida. Esta reflexión se apoya en algunos bocetos (o en realidad debería decir dibujitos) que fui haciendo mientras crecía. Todos con el mismo tema: la casa de mis sueños.


La casa de mis sueños (2008)


Parece la consigna de una tarea de primaria, pero sorprendentemente era una práctica que estaba muy de moda entre las niñas de 8 años de mi época. En ese momento, todas queríamos ser Hanna Montana, por lo que la casa implicaba, obviamente, su propia sala de ensayos y de grabación, piscina y jacuzzi, un cuarto lleno de dulces y comida rica, una habitación enorme unida a un vestidor incluso más enorme, y la lista de extravagancias sigue y sigue. Recuerdo imaginar todo eso sin ponerme a pensar ni un segundo en las posibilidades de existencia de aquella casa, o en la practicidad, o en absolutamente nada más que el deseo genuino. Que si al día siguiente se me aparecía un genio y me concedía algo, eso sería lo que pediría. 

Copia de un pentagrama (2010)
Como a los 11 o 12, yo ya me sentía (probablemente era) muchísimo más madura que a los 8. Me empezaban a interesar la botánica y otros detalles de brujita.


La casa de mis sueños había pasado de ser un plano anárquico lleno de lujos a una casa rústica con techo de dos aguas y una torre con un domo/invernadero en lo alto.


Calca de un tronco (2011)

Empezaba a generar mi propio protoestilo decorativo a partir de revistas viejas. Sabía que prefería una madera irregular a la cual se le vieran las vetas que un trozo de mármol blanco pulidísimo. Que los muebles demasiado minimalistas no eran mi copa de té y que no necesitaba ventanales tan grandes, solo luz suficiente. Recuerdo haber imaginado y dibujado entonces mi casa ideal. Además de la torre invernadero, y a diferencia de mi primera casa soñada, esta tendría jardín y una cocina amplia.


Fachada de la casa de mis sueños (2012)


Plano de planta baja

Plano de primer piso

Bocetos de la torre


Luego empezó la falta de sueños. Estaba mucho más concentrada en sobrevivir, o desear en el día a día. Pensaba mucho en las cosas que me faltaban en ese momento para ser feliz y vivía mucho más autoconsciente. Era eso. Me importaba sobrevivir a ese momento. El momento en el que mi sueño era ser una bailarina, y eso significaba siempre querer parecerme lo más posible a un ideal que no tenía mucho que ver conmigo. Mi casa había dejado de ser mi espacio. Ahora soñaba, cuando soñaba con espacios, con un salón o estudio de danza propio. Con lo que respectaba a mi hogar, me conformaba con que se pareciera al de cualquier bailarina de las que en ese momento consideraba exitosas. Si mi hipótesis hasta ahora es que la casa es la intersección de nuestra identidad y nuestras aspiraciones, diría que, en esa etapa, mis aspiraciones habían fagocitado mi identidad. Y, por lo tanto, no había casa resultante.

Creo que la adolescencia es el momento de la vida en el que más nos alejamos de la adultez. Ya no tenemos la idealización de la infancia, pero tampoco nos hemos visto obligados a hacernos cargo de nosotros mismos. Y, muchas veces, nos vemos obligados a salir de la adolescencia, salimos porque no podemos quedarnos más, elegimos nuestra casa con resignación en vez de ilusiones.


Esta semana volví a dibujar la casa de mis sueños. Esta vez es aún más pequeña. Ahora, cada cosa que sueño está necesariamente intervenida por las posibilidades. Si imagino una casa pequeña, que no cueste mucho dinero, es más probable que se haga realidad. Aún así, es una buena señal para mi capacidad de ensoñación el hecho de que haya dedicado tiempo a algo que estoy muy lejos de poder llevar a cabo.


Plano de planta baja (2021)

Costado izquierdo: escaleras y baño

Plano del entrepiso/habitación

Costado derecho: cocina y escritorio

Vista de la entrada: baño, cocina, entrepiso

Entrada: puerta principal, escritorio

Corte y diseño del techo

A nivel práctico, se podría decir que perdí mi tiempo.  Pero siempre hablamos de los niños como los humanos más felices y nadie les reclama su ensoñación. A veces, hasta lo llamamos “recreo”. Yo pienso que dibujar mi casa es una manera de recrear mis sueños, de no olvidar que puedo desear cosas. Porque cuando nos olvidamos de cómo desear, perdemos toda posibilidad de ser felices.


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