Buscando lo extraordinario: un viaje por nuestros viajes

Virginia Woolf y Silvina Ocampo. / Sara Martínez

Los viajes me han acompañado desde que nací. Soy una hija del exilio y he vivido entre aviones, de norte a sur del continente y de regreso, un vaivén que me hizo experta en aeropuertos, al mismo tiempo que normalizó en mí una instancia a la que mucha gente suele dar un peso excepcional. Nunca viví los viajes como aventura, sino más bien como trámite. Pocas veces hubo en mi infancia esa sensación de viaje como ruptura de lo cotidiano. Viajar era lo regular. La categoría hogar no estaba estrictamente acoplada a una sola coordenada. 

Soy consciente de lo especial de mi caso. Crecí con muchas personas que nunca habían pisado un avión, mientras que yo no recordaba mi primer vuelo. Y sin embargo, siempre fui consciente de cómo la clase social determinaba esas diferencias. En pocas palabras, siempre supe que viajar es caro, sobre todo porque la totalidad del dinero disponible para viajes en mi familia se destinó durante mi infancia y adolescencia a un único itinerario: Ciudad de México – Buenos Aires, ida y vuelta. Esta experiencia personal, junto con las conversaciones y reacciones que fui notando que producía en mi entorno, me llevó a interesarme por los viajes como una categoría productiva para pensar.

La temática de viajes (ya sea ficcionales o en forma de crónica de viajes efectivamente realizados) atraviesa transversalmente la literatura. Diría incluso que la constituyen, si pensamos que el camino del héroe y la estructura clásica de la aventura devienen de una idea de camino recorrido, del salto a lo desconocido. La literatura argentina no es la excepción, y son ampliamente conocidos, por ejemplo, los viajes de Sarmiento, o incluso la excursión a territorios ranqueles de Mansilla. Menos conocidas son las crónicas y cartas de Juana Manso que documentan su paso por Estados Unidos. Pero entre estos viajes de escritores hay diferencias fundamentales. Sarmiento viaja solo, y en carácter explorador. Mansilla, por su parte, viaja en actitud diplomática y en nombre del estado: por trabajo, podríamos decir. Al viaje de Manso se le agrega otro condicionante: acompaña a su esposo en un viaje de trabajo. 

Hasta hace muy poco tiempo en la historia, estas dos posibilidades (trabajo o compañía) definían los viajes femeninos. Y hasta el día de hoy los viajes de placer y en autonomía son un espacio desconocido y muchas veces intimidante para la mayoría de las mujeres. Sin embargo, considero que son también definitorios en el proceso, histórico y personal, de emancipación de esa serie de mecanismos (a veces sutiles y a veces violentos) que cotidianamente llamamos "patriarcado". Los viajes son síntoma y vehículo de esa liberación.

Virginia Wolf y Alfonsina Storni son dos escritoras que pensaron su profesión desde el feminismo, y coinciden en que los viajes son una instancia de constitución de experiencia determinante. Cuando ambas autoras piensan en la mujer y la novela (Storni en 1921 en la crónica “La mujer como novelista” y Wolf en 1929 en Un cuarto propio) hay un paralelismo ineludible: para escribir historias extraordinarias, las mujeres necesitan experiencias extraordinarias. 

Sería injusto comparar el libro de Wolf con el artículo de Storni, de apenas dos páginas, pero aun así sorprende la afinidad de sus ideas. Storni reconoce que la “feminidad” se constituye de atributos que son incompatibles con las experiencias extraordinarias, y que la mujer novelista deberá tener una “enorme fuerza, en beneficio de su pasión”. Wolf por su parte, se extiende mucho más, y dice que “si Jane Austen sufrió en algún modo por culpa de las circunstancias, fue de la estrechez de la vida que le impusieron. Nunca viajó; nunca cruzó Londres en ómnibus ni almorzó sola”. Un fenómeno similar encuentra cuando piensa en Charlotte Brontë: “Ella sabía mejor que nadie cuantísimo se hubiese beneficiado su genio si no lo hubiese desperdiciado en contemplaciones solitarias de los campos distantes; si le hubieran sido otorgados la experiencia, el contacto con el mundo y los viajes.”. Y ante esta limitación tan grande que han padecido las mujeres escritoras, contrasta la figura de Tolstoi, de quien dice que “si (…) hubiese vivido encerrado en The Priory con una dama casada, «apartado de lo que se suele llamar el mundo», por edificante que hubiera sido la lección moral, difícilmente (…) hubiera podido escribir Guerra y Paz.”

Ya que citamos a Wolf, es casi inevitable tomar en cuenta uno de los argumentos centrales de Un cuarto propio, y ese es la importancia de la independencia económica para las mujeres, sobre todo para las artistas, y más aún para quienes quieran conocer mundo. Sobre Brontë, se pregunta "qué hubiera ocurrido si (…) hubiese tenido, pongamos, trescientas libras al año —pero la insensata vendió de una sola vez sus novelas por mil quinientas libras—". Existe un impedimento económico real ante la posibilidad de viajar, pero esto no impidió a los hombres de viajar a lo largo de la historia. Si bien los viajes de placer siempre han estado limitados a las clases altas, siempre existieron viajes con mayor o menor autonomía asociados al trabajo, el comercio e incluso la guerra o la iglesia. Nunca, hasta finales del siglo XIX o principios del XX, existió una instancia que impusiera a una mujer un viaje de cualquier tipo.

Si pienso en privilegio económico, viajes y literatura, Victoria Ocampo aparece inevitablemente en mi cabeza como parada obligada. Hay algo que la distingue, por supuesto, de las autoras que mencionamos antes. Ocampo tiene una relación distinta sobre el tema; no escribe sobre escritoras y viajes, es una escritora en viaje. Su posición social es lo que le permite esta movilidad y también lo que hace del viaje su estado natural, de París y Nueva York una segunda casa. Y por eso me permite pensar y entender que la experiencia del viaje no se trata solo de conocer lugares, ver nuevos paisajes o escuchar otros idiomas. Al moverse entre hemisferios con tanta naturalidad, Ocampo logra conocer personas, hacerse de interlocutores tan diversos como interesantes y productivos para ella, como escritora, editora y gestora. 

“Siempre he sido mala viajera porque mis verdaderos viajes prescinden de aviones, de transatlánticos, de ferrocarriles. Y, sin embargo, de no haber viajado, habría mucha gente –o mejor dicho algunas personas y algunas cosas– que no habría conocido nunca”, escribe Ocampo en una carta a Caillois, citada por Sylvia Molloy en el prólogo a La viajera y sus sombras. La riqueza en Ocampo es también ese dominio de contextos diversos. Aun así, no son iguales para Ocampo los viajes familiares que hace en su infancia, que los que hace como mujer adulta. Este segundo tipo de experiencia, del que podemos decir que es realmente pionera, es lo que la lleva a pensar su lugar como mujer y como mujer escritora. 

Molloy escribe que “los viajes de 1929 y 1930, si bien no son los primeros que Ocampo hace a Europa como adulta, son los primeros que lleva a cabo como mujer independiente y sobre todo consciente de esa independencia. La perspectiva desde el género es crucial en todos estos textos (…). No es que piense 'como mujer', porque tal generalidad no existe. Ocampo piensa y escribe, en cambio, desde el ser mujer” (subrayado en el original). Esta cita me interesa para dejar clara la importancia que puede tener la experiencia del viaje en un proceso personal de independencia, autoconocimiento, reflexión y autonomía. El desarrollo de Ocampo como escritora y feminista en una posición privilegiada me permiten suponer qué tan diferentes (y en que aspecto) serían las vidas de las mujeres en un mundo más igualitario, tanto genérica como económicamente.

Pero antes que Ocampo, y en un contexto mucho más adverso, otra escritora argentina tuvo un lugar fundamental en cuanto a reivindicar los viajes de las mujeres. Ada Elflein, como corresponsal de prensa, organiza y registra viajes de mujeres por argentina a principios del siglo XX. Su posición es doblemente disruptiva: en primer lugar, promueve estos viajes sin que haya hombres en lugar de tutela y, por otra parte, las mujeres que viajan no pertenecen a la aristocracia (como Ocampo unos años después). Es muy importante observar qué tipo de mujeres viajan con Elflein. Eran, en su mayoría, docentes o “señoritas”, poseyentes de dos características que implican la doble disrupción de la que hablo: independencia económica y soltería. Podríamos decir que viajar con grupos de mujeres aparece como una primera emancipación del tutelaje, como paso previo a la posibilidad de viajar completamente sola. Pero las reminiscencias del tutelaje como un imperativo en los viajes de las mujeres tienen peso hasta la actualidad. 

Mientras investigaba para este ensayo hice un experimento. Empecé a escribir “viajar sol…” en los buscadores de Google y YouTube y “viajar sola siendo mujer” era el segundo y tercer resultado sugerido. Si seleccionaba esta opción, todos los resultados eran consejos, o bien para superar miedos, o bien de seguridad. De más está decir que no existe este tipo de contenido orientado a hombres. Todo nuestro entorno nos desincentiva a tener este tipo de experiencias, con el argumento principal de que viajar solas nos pone en riesgo. No quiero implicar que no nos condicione nuestra posición social, raza, expresión de género, orientación sexual o incluso religión en cuanto a esa seguridad o inseguridad en un lugar desconocido, pero considero que estos riesgos suelen estar más amplificados en el discurso general cuando se trata de viajeras. Propongo empezar a dudar de los discursos que más que prevenir, atemorizan, y pensar más en aquellos elementos de lo desconocido que nos enfrentan a retos a los que en general las mujeres no nos exponemos (o no suelen exponernos en la crianza). En los viajes de placer (no necesariamente en soledad, pero sí en autonomía) nos encontramos con la posibilidad, la libertad y la necesidad de tomar decisiones.

Al nacer en México y tener a toda mi familia paterna en Argentina, crecí entre viajes. Sin embargo, la posibilidad de viajar en los términos en que yo lo planteo acá surge recién con la mayoría de edad. Cinco años dentro de esa categoría, y recién este año tuve mi primera experiencia de ese tipo. No fue consciente, me di cuenta en el camino. Fui a visitar por unos días a una de mis mejores amigas, en Ensenada, una ciudad portuaria en Baja California Norte, en México. Éramos solo ella, su novia y yo en la casa de sus padres. La segunda noche, en el medio de alguna carcajada, me di cuenta de algo y casi sin querer lo dije en voz alta: “Esta es la primera vez que viajo sola. Estoy con ustedes, pero este viaje lo decidí yo. Me tomé el avión sola, y volveré sola. Todos los otros viajes de mi vida los había hecho con mis padres o con mi novio. Esta es la primera vez que viajo sola.”

La segunda experiencia de ese tipo fue el mes pasado, en el Encuentro Plurinacional de Mujeres, Lesbianas, Trasvestis, Trans, Bisexuales, No binaries e Intersexuales. Viajé con el centro de estudiantes, aunque pasé la mayoría del tiempo con la amiga que me alentó a ir. Ese fin de semana en San Luis fue una experiencia que me dio una sensación parecida a los días en Ensenada. Una sensación de libertad y de alegría. De poder. Porque puedo ser autónoma en mi ciudad, pero seguir inscripta en un contexto familiar o relacional condiciona mucho mi movilidad. Y una rutina de trabajo y estudio rígida no da mucho lugar a la toma de decisiones consientes y cotidianas. Por eso el espacio del viaje es liberador. Nos enfrentamos a la realidad de una adultez en toda su dimensión. De golpe estamos en un espacio nuevo, por nuestros propios medios, sin compañía o con una compañía elegida a conciencia, y no por inercia. Siendo dueñas de nuestro tiempo y nuestro espacio. 

Me gusta notar que estas dos experiencias las hayan detonado amigas tan queridas. Porque no me parece casualidad. Como diría la poeta Martina Cruz, “creo que me estoy pariendo de nuevo, y mis amigas son las parteras”. Ese segundo parto es la adultez, que, si bien a veces da ilusión de llegar automáticamente por el peso de los años y la ley, no termina de llegar en la autonomía que debería implicar, si no se nos da la oportunidad de tomar decisiones. De exponernos a lo desconocido y poder aprender y maravillarnos con ello, o cuando menos no paralizarnos en terror. De poder hacer lo que tengamos ganas de hacer cuando faltan la rutina, las obligaciones y los mandatos, en lugar de esperar a que alguien tome las riendas. La adultez de la que hablo, la autonomía de la que hablo, otra de esas manifestaciones de la emancipación, es la que creo que nos ofrecen los viajes. Al final se trata de eso: tomar las riendas.


Bibliografía 

Elflein, Ada María. Impresiones de viajes. Los lápices editora, Buenos Aires, 2019 

Molloy, Sylvia. “Prólogo” en La viajera y sus sombras. Crónica de un aprendizaje. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2010 

Tao Lao [Storni, A.], “La Mujer como novelista” en La Nación, 27 de marzo de 1921 

Woolf, Virginia. Una habitación propia. Seix Barral, Barcelona, 2001 


* Este ensayo fue mi proyecto final de Teoría y Estudios Literarios Feministas, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, durante el segundo cuatrimestre de 2022.

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