Una cápsula de emociones

Ernesto Guevara y su madre, Celia de la Serna

El Che. Cuánto hemos visto su retrato y cuan poco podemos saber de él. Me refiero a su persona, a quién era en realidad. Nos es muy fácil recortarles la humanidad a los íconos y simplemente marcarlos como dioses o demonios. Hace poco le preguntaron a mi maestro de Historia por su personaje favorito, o alguno con el que simpatizara especialmente. Su respuesta fue curiosa. Dijo que antes le gustaba mucho el Che, pero que se había vuelto una figura demasiado lejana, y que él buscaba algo más cercano o paternal.

Si bien hay un montón de información y biografías sobre el Che Guevara, los meses que pasó en El Congo son la etapa misteriosa de su vida. No se sabe casi nada mas que lo que él mismo escribió al respecto. Hace unos días fui al Antiguo Colegio de San Ildefonso a ver El Che: Una odisea africana. Es una pequeña exposición basada en el libro que surgió de aquellos diarios, Pasaje de la guerra revolucionaria: Congo. De hecho, la muestra es el libro vuelto exposición, y casi todos los textos que acompañan documentos, fotografías, proyecciones y facsimilares son fragmentos del mismo.

Caminaba despacio por las salas, leyendo y viendo todo con cuidado, intentando absorber la mayor cantidad de información posible y procurando ver completos todos los videos, aunque ya los hubiera visto antes. Quizá intentaba acercarme por primera vez desde mí misma al personaje. Todo nos iba llevando de a poquito. La carta de despedida a Fidel Castro, la transformación para viajar de incógnito con pasaporte falso, los documentos de la CIA con decenas de suposiciones sobre el paradero de Ernesto Guevara, la llegada a África.

En la esquina de una de las salas, más o menos a la mitad de la exposición, había una entrada. Parecía una pequeña sala de proyecciones, pero tan aislada del resto que era fácil de ignorar, y creo que varias personas la pasaron por alto. Me asomé. Al centro de la salita había una mesa con una libreta en facsimilar escrita a mano. Al fondo se proyectaban imágenes y videos, y se escuchaba la voz del Che leyendo algo. En la pared opuesta a las proyecciones había un texto.

Ahí se explicaba que unos días antes de su viaje a África, el Che recibe una llamada de Argentina. Su madre está muy enferma y probablemente muera pronto. Él se va sin saber nada más. Lo único que sabe es que aún no puede estar “oficialmente triste”. A partir de esto escribe La piedra, uno de sus textos más emotivos, cuyo borrador estaba en la libreta. Esta pequeña cápsula de emociones aislada del resto de la exposición se dedicaba a aquel suceso, como él escribió ese relato aislado del África ardiente.

La sensibilidad y pasión de Guevara permea todos sus escritos, aunque la mayoría sean supuestamente objetivos. Y aun así refleja cierto aire de inmortalidad, de solidez, de una fe que lo llevaba a seguir luchando por el resto del mundo dejando detrás hogar, familia y batallas ganadas. Entonces entras a esta sala donde las emociones te atacan por todos los frentes, donde te sientes culpable de haber olvidado que antes de revolucionario, el Che fue un hombre como cualquier otro.

Siempre he creído que el oído es el sentido que nos abre el grifo de las lágrimas más fácil. Escuchar una melodía que recuerda un momento importante, o la voz de un ser querido que está lejos, puede desarmarnos completamente. Me acerqué a leer la libreta justo cuando comenzaba la grabación. Era la voz del Che leyendo ese mismo texto. Lo fui siguiendo, mientras me secaba las lágrimas que me complicaban la lectura. Detrás de mí, una chica de unos 15 años me miraba con curiosidad. Quizá le dejaron de tarea ir al museo, quizá no tenía idea de por qué lloraba.

Salí de ahí con pasos lentos y entré a la siguiente sala. Habían cubierto el piso de tierra, y todas las paredes estaban tapizadas con fotografías a tamaño real de los guerrilleros congoleños, y las chozas, y el paisaje que no podía ser más distinto al de la Sierra Maestra. En mi cabeza no dejaba de sonar ese fragmento del relato que acababa de leer:



“Solo sé que tengo una necesidad física de que aparezca mi madre y yo recline mi cabeza en su regazo magro y ella me diga: ‘mi viejo’, con una ternura seca y plena y sentir en el pelo su mano desmañada, acariciándome a saltos, como un muñeco de cuerda, como si la ternura le saliera por los ojos y la voz, porque los conductores rotos no la hacen llegar a las extremidades. Y las manos se estremecen y palpan más que acarician, pero la ternura resbala por fuera y las rodea y uno se siente tan bien, tan pequeñito y tan fuerte. No es necesario pedirle perdón; ella lo comprende todo; uno lo sabe cuando escucha ese ‘mi viejo’…”

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