Detener el viaje
Hace un rato que no publico aquí. Esto no es un texto de
disculpas ni un intento de redención, pero a veces uno pierde el camino, o el
camino sigue sin uno. Va a ser un año de que abrí este espacio, y sin duda fue
una de las mejores cosas que he hecho. Todo fue natural, no tuve que pensarlo
mucho. Quiero escribir, pensé. Necesito escribir sobre cosas que veo y siento.
Necesito seguir creciendo y asumiendo retos, responsabilidades. Quiero algo mío,
pensé. Y al día siguiente le di vida al camino sonoro.
No sabía a donde me llevaría el camino, pero emprendí el
viaje. Muy pronto encontré gente dispuesta a darme consejos y asilo durante las
noches. Algunos se convirtieron en mis mejores amigos. También hubo gente mala.
Pero nunca me dejé atrapar, solo observé y aprendí de sus técnicas asesinas.
Emprendí el viaje en solitario (mi único objetivo claro era
la libertad), pero a veces los caminos se tornan irregulares. No diré que
oscuros, nunca me asaltó el miedo nocturno, pero a veces me cegaba la luz del
sol. Cuando me di cuenta, caminaba en lo más alto de una montaña, con un
acantilado a cada lado, y tuve miedo. La vista era linda, pero no la quería.
Prefería el atardecer a la orilla del lago, los insectos entre el pasto, las
rocas enterradas.
Siempre se puede encontrar una excusa para detener el viaje.
Quizá que estaba cansada, o que había cosas que ordenar antes de seguir
adelante. Pero la verdad es que me detuve en esa montaña y armé mi carpa para
esconderme el paisaje y escribir en mis libretas. Quizá fue el periodo en que
más escribí. Escribía sobre seguir el viaje, escribía sobre lo que había visto
antes y no había tenido tiempo de anotar, escribía sobre todo lo que debía
recordar para seguir con vida. Quizá fue el periodo en que más escribí, pero
también en el que perdí más poemas. Usaba las hojas para avivar el fuego
durante la noche.
Todos esperaban una gran novela a mi regreso. Para ser
precisos, una trilogía sobre mis aventuras. Una obra extensa y detallada sobre
las criaturas que descubría. Pero mientras más pasaba el tiempo, menos sentido
le encontraba a la descripción y a mis notas ilustradas de botánica y anatomía.
Dentro de aquella carpa comencé a escribir todo lo que no parecía tener lugar
allá afuera, todo lo que no le servía a nadie más que a mí. Pero aquellas
libretas, después arrojadas al fuego, hicieron de aquel refugio el periodo más
feliz de mi viaje. Y es que mientras más escribía sobre lo que había dentro de
mí, más miedo tenía.
Durante semanas no pude escribir una sola palabra feliz.
Todo hablaba de soledad, de angustia, de incertidumbres. Por eso se sentía bien
al quemarlos. No puede ser, pensaba. Eres libre, estás en paz ¿por qué tienes
miedo? Y no lo sabía, pero tenía miedo de que llegara la estación ventosa y
destruyera mi refugio.
Pasó algún tiempo y me fui sintiendo más segura. Tomé fuerza
para empacar y bajar de ahí de una buena vez. Releí todas mis notas de viaje y
reconocí los pedacitos de mí que temblaban entre renglones. Luego miré las
palabras de esa misma mañana y las vi con fuerza, como piedras que tal vez
escondan diamantes, pero por ahora sirven para construir casas, o fogatas, y
eso importa más. Yo puedo seguir mi viaje como quiera, me dije. Puedo salirme
del camino y volver a él. Puedo detenerme tres años a observar caracoles o
puedo quedarme a vivir en algún pueblo.
Yo puedo seguir mi viaje como quiera, me dije, porque aunque
me quede en el mismo lugar, el viaje y yo somos la misma cosa.
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