No voy a luchar sola contra el mundo

Imagen de Valentina Méndez, obtenida de su cuenta de Instagram: valerizo

Mi madre siempre procuró que anduviera impecable. No me relamía el peinado con fijador ni me ponía moños de navidad en la cabeza, pero nunca me faltó coquetería. Incluso me confeccionó ropa desde antes de nacer y un par de vestidos hasta los 8 o 9 años.

Cuando la conocí, ya tenía más de 40. Usaba el cabello corto, mezclillas y blusas de cuello V -insiste en que la favorecen porque la hacen ver más larga, ella mide un metro con 53 centímetros -. De niño, es difícil creer que las cosas hayan sido diferentes a como uno las encontró, y yo no era la excepción. No imaginaba que algunos años antes de mi llegada, mi mamá fuera una persona tan extravagante en su modo de vestir. Usaba todo lo que le gustara, sin discriminar época, color o forma (a excepción de los escotes redondos, que según ella le acortan y ensanchan el talle).

La primera vez que la vi sin reconocerla fue en una foto tomada por ahí de 1993. Usaba lentes, como siempre, pero no  los pequeños y rectangulares a los que yo estaba acostumbrada, sino unos redondos que le ocupaban la mitad de la cara, al más puro estilo setentero. Más adelante fui descubriendo su guardarropa y accesorios ocultos.

Desde muy pequeña noté que tenía dos perforaciones para aretes en cada lóbulo de la oreja. Me contó que los hoyitos originales se habían convertido en ojales por los pesados aretes que usaba casi a diario, y que ahora están sepultados en un cajón.

Sin darme cuenta, yo misma comencé a adquirir aretes cada vez más largos y más vistosos; prendas de mi madre se fueron mudando de una en una a mi armario; mis zapatos, botas y sandalias eran de pronto varios pares de tacones. Dados los requerimientos escénicos de mi carrera, tenía maquillaje desde los 11 años, pero comencé a poner pintura en mis pestañas cotidianamente y a comprar esmaltes para uñas y labiales de tonos llamativos.


Mi madre en 1993 (izquierda) y yo en 2017 (derecha) usando el mismo vestido

Crecí como crece la mayoría, imitando y buscando acordes en sus semejantes para componer su propia canción. El soundtrack de mi vida se llenó de nuevos descubrimientos. Cambié a Miley Cyrus por CocoRosie y a Jonas Brothers por Arctic Monkeys (podría mencionar decenas de bandas más, pero ese sería otro tema). No voy a negarlo, todo comenzó por pura imagen. No quería ser la niña fresa que lleva trenzas a una escuela donde pocos se peinan y donde pocos no sabíamos la diferencia entre Led Zeppelin y Pink Floyd.

Supongo que conseguí dejar de serlo, pero no llegué a mi ideal de exploración estética adolescente. Siempre había un "esas medias no combinan", "no uses aretes pesados a diario", "se te van a caer las pestañas si no te desmaquillas antes de dormir", "hace mucho frío para ese vestido", "hace mucho calor para ese gorro". Aunque esas palabras me petrificaban el estómago, siempre terminé aceptándolas al convencerme de que eran pura buena voluntad y a veces, mera sensatez.

Habrán notado que no incluí el típico "esa falda es muy corta", y es que nunca me había dado por usar falda corta sin medias. La única razón: mis complejos corporales.
Un día lleno de sol, estrené una falda azul que había adorado por meses. Esperaba el Metrobús y mi cabeza volaba a kilómetros de distancia a bordo de un libro.

  ̶̶̶    Amiga...

Me sobresaltó la voz de una chica sentada a mi lado.

  ̶̶̶    Perdón, no quise asustarte.

  ̶̶̶    No pasa nada.

  ̶̶̶    Te recomiendo que te pares o te sientes de este lado, por el señor que está allá.

Levanté la vista y vi a un hombre en la acera de en frente que me miraba con ojos duros y tenebrosos. Le di las gracias a la chica y me levanté a esperar detrás de la columna de la estación. Por primera vez, sentí que el vagón exclusivo para mujeres tenía sentido.

Al día siguiente el calor era aún peor, y decidí usar un vestido de dimensiones similares a las de la falda azul. Decidí también usar botas en vez de tacones y prescindir de alhajas para llamar menos la atención. Cuando me disponía a salir de casa, mi madre me pidió que fuera y volviera en Uber. Ya en camino, pensé que estando a salvo de ciertas miradas, podría usar labial violeta sin preocuparme.

Cuando regresé a casa, lo primero que escuché fue: "¿Y así te quieres ir en Metrobús?". La realidad se me vino encima y me puse de un genio insoportable.

  ̶̶̶    ¿Ahora qué te hice?   ̶̶̶   preguntó mi madre.

  ̶̶̶     Tú nada, pero me enoja no poder usar lo que se me dé la gana.


  ̶̶̶     Ay, hija – suspiró   ̶̶̶  . Vivimos en una sociedad donde verte al espejo y sentirte satisfecha con tu imagen suele entenderse, por desgracia, como si te arreglaras para llamar la atención de cada hombre que te cruzas por la calle. Yo que tú, no lucharía sola contra el mundo.

Mi madre, 1993.

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